Taller Intertextual 3
Universidad del Cauca
Facultad de Ciencias
Contables, económicas y administrativas
Programa de Economía
Historia Económica General
Taller Intertextual 3
Junio
01 de 2018
En grupos de 5 estudiantes leer el artículo y
responder las siguientes preguntas:
· Interprete lo expresado por
William Ospina a la luz de la perspectiva histórica de las sociedades y los
requerimientos para la sociedad colombiana del Siglo XXI
· Acorde con el autor, ¿Cuáles son
las principales transformaciones que requiere la sociedad colombina?
· A la luz de la coyuntura política
actual, ¿qué escenarios se abren para nuestro país?
Por: William Ospina. 17 Mar 2018
La hora de pasar la página
En
Colombia se vive de un modo creciente la indignación ciudadana frente a un
modelo económico y social mezquino y cavernario, y frente a una casta política
ciega a la modernidad, que tiene una antorcha en su mano y se propone guiarnos
otra vez hacia el fondo lleno de monstruos de la Edad Media.
Hoy
es necesario salvar a Colombia, no de unas personas, sino de unas ideas y de
unas costumbres que tienen arrasada nuestra naturaleza, postrada nuestra
economía, destruida nuestra confianza y que mantienen a millones de jóvenes en
el desamparo y en el filo de la violencia, a punto de convertirse sin cesar en nuevas
guerrillas, nuevos paramilitares, nuevos traficantes y nuevos sembradores del
caos.
Mi
opinión, hace mucho tiempo, desde cuando escribí La franja amarilla, es que lo que necesita Colombia no
es un mero presidente, sino una nueva ciudadanía. Nada más triste que el riesgo
de que un día despierte en la Casa de Nariño la persona más noble, generosa y
bienintencionada, y descubra con amargura eso que llamaba García Márquez la
soledad del poder: tratar de cambiar la realidad en medio de la “alambrada de garantías
hostiles” de un Estado hecho para perpetuar la iniquidad y para impedir todo
cambio, de unos poderes económicos dispuestos como otras veces incluso a
arruinar el país con tal de detener al pueblo, que a sus ojos siempre fue un
populacho, y con una ciudadanía indiferente, que ni vigila, ni exige, ni es
capaz de unirse para frenar las políticas que le quitan la sangre.
Pero
hasta una campaña electoral como la que estamos viviendo podría ser un
escenario propicio para que el debate sobre el país que necesitamos se abra
camino. En estos días todo el mundo quiere hablar, discutir, proponer, y tal
vez lo malo es que sigamos creyendo que la democracia se lo juega todo el día
de la elección, y no tengamos una mirada amplia que pueda inscribir esos
debates en un horizonte más creativo.
Ni
la salud del río Magdalena, ni la recuperación de las cuencas de los grandes
ríos, ni la salvación de la mitad de los páramos de este planeta que están en
Colombia; ni las soluciones para la agricultura campesina que ha tenido que
dedicarse al azaroso cultivo de plantas ilícitas por falta de opciones en la
legalidad, de créditos, de vías, de acceso a los mercados; ni el control de las
mafias que sólo prosperan de este modo donde la economía formal está cerrada
para las mayorías; ni la posibilidad de una industria adecuada a nuestra
población y a nuestra tierra; nada de eso depende sólo de un candidato, por
lúcido y comprometido que sea: depende de una comunidad, de su grandeza, de su
capacidad de dialogar y de exigir, de su capacidad de construir afecto y
respeto, y aquí los partidos tradicionales y la estrategia de sus dirigentes
convirtieron a Colombia en un caldero de desconfianzas y de resentimientos.
Por
eso necesitamos otra política, pero nuestros candidatos parecen resignados a
ese viejo modelo estéril de comités y de huestes que nos heredó la tradición.
Siempre el gran candidato sigue convencido de que ya sabe qué es lo que hay que
hacer, y aunque abraza a la gente para la foto no tiene tiempo de escuchar a
nadie. El candidato debería brotar del diálogo ciudadano y no al revés.
Pero
es verdad lo que decía Chesterton: que la política nos excita tanto porque es
lo único que es tan intelectual como la Enciclopedia Británica y tan movido
como el Derby. En la política siempre hay algo que debe obligarnos a la
reflexión, a la flexibilidad y a los acuerdos, y es el tiempo: el tiempo corre
siempre en contra. Los proyectos autoritarios y señoriales que nos tienen
convertidos en el cuarto país más desigual del mundo, y en uno de los países
más atrasados del continente, siempre están listos a unirse de nuevo para
perpetuar su orgía de tinieblas, y es necesario que quienes aspiramos, no a un
mezquino proceso de paz sin gente, en el que es cada día más difícil creer,
sino a una verdadera transformación de nuestras condiciones económicas,
industriales, agrícolas, a pasar de verdad la página de las violencias y dejar
de vivir en el odio heredado y en el eterno rosario de las venganzas,
emprendamos con urgencia un diálogo de convergencias con la esperanza de que
los candidatos escuchen de verdad y reflexionen.
Todos
deberían reconocer que aquí se necesita verdadero espíritu crítico, que no se
puede corregir este modelo sin un poco más de radicalidad, y también que todas
las grandes transformaciones que es fácil reclamar y soñar, requieren del piso
firme de una política que logre acuerdos, que no dependa de un superhombre sino
de una comunidad, y que lo que principalmente requiere Colombia es engrandecer
al pueblo, hablar con modestia en su nombre, exaltando su profunda dignidad y
su enorme tradición de paz y de laboriosidad, y romper las ligaduras que
mantienen atadas desde hace siglos las manos de una comunidad creadora. Aquí
cada vez que se abre una puerta de oportunidades se agolpan los talentos
esperando que aparezca por fin su ocasión de demostrar lo que valen.
Hay
que cambiar la atmósfera del debate. Es un error fundar las propuestas en un
listado de grandes decisiones traumáticas que requerirían un poder político
descomunal. Son mejores los cambios generosos y concertados en los que el
Estado, más que imponer cosas, libere capacidades de acción, iniciativas,
espíritu empresarial, formas de la cooperación. Fortalecer una comunidad
responsable y digna, dueña de su memoria, consciente de su fuerza, a la que no
gobierne la cólera ni la venganza, sino la solidaridad y la alegría, es tarea
de todos, y cuando la dejamos en manos de uno solo, inevitablemente fracasa.
El
espíritu de rivalidad, de zozobra y de amenaza sólo le conviene al establecimiento
para atemorizar y beneficiarse con él. El otro país, el gran país que haremos
nacer, tiene que pasar la página de las venganzas y de los miedos, y poner el
énfasis en la urgente agenda planetaria, en la protección de la naturaleza, en
la dignificación de la sociedad, en la prosperidad y en la esperanza. El viejo
país de las castas podría estar a punto de quedar atrás, y como decía Borges,
es un error “demorar su infinita disolución / con limosnas de odio”.
Comentarios